Praga será siempre mucho más que una simple ciudad espectacular. Es el primer paso de mi recorrido en solitario. Es la ciudad a la que, por primera vez en generaciones, alguien de mi familia regresó a Europa. Es en dónde comencé a descifrar ciertos puntos de mi interioridad, de lo que soy, de cómo quiero vivir mi vida. Es en dónde me encontré con el obstáculo más grande que puede tener cualquier conciencia.
Praga es una ciudad de la esencia. Estuve dos días y medio. Caminé por cuanto callejón pude. Dormí poco y mal. Compartí habitación con extraños amenos, que de cierta manera marcaron la pauta del viaje que quería realizar. Me repetí varias veces que viajar solo es esto, es llevarme conmigo en cada paso y decisión. Va más allá de Praga, pero es un sitio en el quedó clara la importancia del instinto y el sentimiento.
Me dejé inundar por Praga. Por las atracciones, los castillos, las cúpulas. Di casi trescientos pasos en una escalera infinita. Cada uno de esos pasos valió la pena, con creces. Las nubes se hicieron a un lado. Los pasos y la lluvia me devolvieron una vista de ojos estrellados: Praga, eterna, con los tejados naranjas, bañada por un sol frío, de media tarde. Pocos atardeceres y pocos momentos igualarán lo que se sintió tal altura. Me dejé inundar por Kafka. Los museos, las estatuas, las placas, las instalaciones artísticas. Kafka signó el viaje: en el camino me encontré con otras cosas, otras personas apasionadas, otros elementos esenciales de la ciudad: librerías, cafés, restaurantes.
Praga es definitivamente una ciudad para pasar el resto de los días. No creo que jamás vuelva a pisar sus calles, pero me entretiene la idea de volver a contemplar el reloj solar o darle un abrazo a la estatua de Kafka.