Hay viajes de encuentro, de desencuentro. Viajes que son signados por el buen rato, otros que se cierran en conflictos. Hay viajes que nos determinan, nos cambian o nos emocionan. Viajes largos, viajes cortos; y no se habla aquí del tiempo que transcurre, sino de la extensión de la experiencia, la impresión que dejan en el espíritu de cada persona. También hay viajes de respiro, de pausa: esos desplazamientos en los que puede tomarse cierta distancia y perderse en el asombro, en una especie de awe ante lo inmenso del mundo.

Hace algunas semanas me preguntaba en estas mismas crónicas si el viaje estaba determinado por el destino o por las personas. Llegué a una conclusión que me dejó bastante satisfecho. El piso del viaje es el destino (aquel conjunto de sitios que determinan el recorrido del viaje) y el techo del viaje son las personas (existe el viaje solitario, en el que este término de la comparación es incluso más importante, puesto que la compañía se encuentra a medida que se avance, pero la presencia de la interioridad cobra un rol protagonista). El piso tiene la importancia de marcar el momento inicial; el techo es infinitamente más importante: la ausencia o presencia de ciertas personas cambia toda la experiencia.

¿Por qué hago este largo rodeo reflexivo para hablar de Múnich y de algunas ciudades de Austria? Es bien simple: no tengo manera de acercarme a una respuesta que me convenza. No creo que sea incapacidad, todo lo contrario; está vinculado con el sobrecogimiento de un viaje espléndido, de personas hermosas, de lugares impactantes.

El primer día en Austria fue Innsbruck, e Innsbruck es mágica. Ahora, lejos de la ciudad, sigo convencido y reconfortado por lo especial que será este sitio para mi corazón. Al igual que con Viena (¿Tendré algo con Austria? Adrián dice que tal vez mi familia sea austriaca, es bueno que haya dejado de lado la propaganda) la única palabra que describe lo experimentado en esta ciudad es bello. Innsbruck es una ciudad simplemente bella. Innsbruck siempre será el primer lugar en el que habré visto nieve caer del cielo, con una consistencia tan perfecta. Innsbruck siempre será la ciudad en la que estará enterrado, en contraste con su blancura, mi anillo negro, el anillo que me acompañó durante tantos años. 

Innsbruck siempre será la ciudad en la que subimos con el teleférico a lo alto de la ciudad, nos perdimos levemente, y nos encontramos todos boquiabiertos ante el escenario de un monte nevado, espléndido; en el que se tiraron bolas de nieve, se hicieron angelitos, se agitaron ramas. En Innsbruck hicimos una carbonara exquisita para cenar. En Innsbruck puede hacerse el intento de cifrar la propia condición del ser humano, o al menos del ser humano que por fin se encuentra desligado de todo aquello que lo aprisiona como individuo: la capacidad de percibir, de dejarse inundar por las sensaciones. En Innsbruck no hubo melancolía: todo fue brillante, puro, y merece su mención especial.

Nos movemos. Hallstatt y Salzburg entran en otra categoría: la del deseo al que no puede dársele lugar. Siempre falta más. En Hallstatt estuvimos solamente unas horas, aunque el recorrido en tren de ida y de vuelta fue precioso en sí mismo. Hay una foto muy bella en la que estamos mirando por la ventana del tren, observamos la maravilla de los Alpes, con los picos nevados. Recorrimos superficialmente la ciudad. Subimos hacia la parte de la colina: vimos a Hallstatt desplegado, con el lago y las montañas cercando la pequeña ciudad austriaca. Otro de los puntos bellos de Hallstatt: percibir la emoción en los demás, la luz en los ojos de Andrea, Adrián, Leire, Izzan, cuando las nubes se despejaron y asomó la pintura completa de los Alpes. El sentido de que todos estamos percibiendo lo mismo dota a la experiencia de una realidad tangible, necesaria para darle sentido a la idea de wonder. El sentido de que todos estamos percibiendo lo mismo dota a la experiencia de una realidad tangible, necesaria para darle sentido a la idea de wonder. Y la escena puede ampliarse más, más. Escribir desde el recuerdo implica una literatura fraudulenta, pero el escenario puede magnificarse, magificarse: el momento en el que tres personas no se quedan quietas. Deciden avanzar y avanzar y contemplar y avanzar y dejarse inundar por las montañas e ignorar el turismo y las precauciones y llenar el espíritu de esa calma alpina, reflejo Heidi, con las sutiles notas musicales rebotando entre los picos de las montañas.

El cruce en bote se sintió como una despedida. Tocar el agua helada, una reconexión. Salzburg, por otro lado, fue diferente: una ciudad propiamente dicha, compacta, apacible. Podía percibirse la recta final del viaje, en algunos momentos lo sentí demasiado presente. Ya es diciembre, las fiestas se acercan, la patria está muy lejos y en el medio me encuentro yo, entre la calma y la desolación. Salzburg fue una experiencia de la voluntad: vencimos el cansancio físico y mental, subimos las cuestas de un castillo, recorrimos mercaditos, tuvimos frío, nos congelamos sentados, nos perdimos un rato, volvimos a encontrarnos. Jugamos con un ajedrez gigante, y todos ganamos. Caminamos un poco más. Tomamos un bus. Esperamos a que sea la hora de irnos, muchos se durmieron en las sillas, práctica común que siempre me genera mucha ternura. Le ganamos a Salzburg.

Siento que tengo mucho más por decir, siento que me falta. Escribo esto y lo corrijo y no tengo todavía las ganas de publicarlo del todo. Tal vez sea inconformismo. Encuentro otra posibilidad; tal vez no quiero acercarme a la respuesta. No quiero racionalizar estos días. Quiero que, de momento, se cristalicen en el espíritu, pues creo que este es el viaje en el que comenzó el verdadero sentido de la melancolía: la presencia y la felicidad; pero mezclada con el duelo y una nostalgia futura, inminente.