Bajarse de trece horas de vuelo y respirar un aire frío, húmedo. Subirse a una pasarela automática cuando bien podrías caminar por el simple hecho de hacerlo. El desplazamiento de la pasarela durante uno, dos kilómetros de aeropuerto. La inmensidad del edificio, la cantidad abrumadora de gente y de movimiento. Una sensación un poco extraña en el pecho, extraña y fugaz. Llega y se va, después es todo naturalidad. Es encontrar la pasarela, enviar algunos emails y recorrer durante horas el free shop. Es comprarse una cerveza bien fría y una especie de sandwich de pollo. Gastar los primeros euros. Es esperar en la puerta indicada, cargar el teléfono, dormitar un poco, subirse al avión, ponerse los auriculares. Mirar por la ventanilla. Es seguir encerrado en la modernidad, pero en el umbral de Europa.