Zagreb de noche. El frío del aeropuerto, la incertidumbre de una valija que recorrió tanto como yo. La noche de Croacia, primeros pasos en Europa: la sensación de “llegué, estoy acá, después de tanto tiempo”. La acción, los pies en la tierra. No confío en Uber, no sé bien cómo se maneja la cuestión. Me acerco a un bus, conozco a unos griegos que vinieron de intercambio. Nos subimos al bus. En una hora estoy en la estación de buses.
Google Maps sin datos, colgándome de toda internet que encuentre. La ubicación del hostel que saqué en Frankfurt, las calles de Croacia por la noche, con dos valijas. El sentimiento que traigo de Argentina: la paranoia, el miedo, el dolor. No encuentro las calles. No encuentro los números. Dos grupos de personas me ignoran. Una señora me ayuda a encontrar lo que busco. Hostel. Frío. Joaquín, primer argentino que me cruzo en Europa. Cenamos papas fritas y dormimos con dos policías croatas que roncan mucho más que yo. Veo sus uniformes y bastones arriba de la mesa de la habitación del hostel.
La mañana es helada, neblinosa. Joaquín me comparte un té. Me deja en la estación. Subo a mi bus a Rijeka. En tres horas llego al sol y a las escaleras de la ciudad de los ríos. Ahora sí, por fin, puedo decir que llegué.