No tanto el comienzo de la aventura como el de la cotidianeidad. No supe que estaba en la Isla de Krk hasta que lo leí en el mapa. La noche anterior salí por primera vez del departamento. Acepté un bar con mis compañeros de piso, los italianos, Giuseppe y Francesco.. Tomamos unas cervezas, bajamos a un sótano, conversé mucho con una chica de Grecia sobre literatura y biología marina. Saqué entradas para un bus al que dos españoles, Crespo y Nacho, los habían invitado. A las siete de la mañana estaba en la estación. Unos minutos después, sentado junto a una chica, Sofía. El bus se llenó de españoles; tal vez quince, veinte. Muchos me saludaron en inglés o en italiano. Yo les respondí hola cómo estás.

¿Por qué digo que acá comienza la cotidianeidad? Porque encontré gente para establecer una cotidianeidad. Encontré gente que habla mi mismo idioma. Encontré diferencias que enriquecen mi idioma. Me encontré a mí mismo no comprendiendo el español… hecho recurrente a lo largo del viaje. No voy a enumerar nombres acá. Son muchos y se diluyen sus sentidos. Irán apareciendo en viajes posteriores. Solo tengo para decir que Krk es bellísimo, el día fue espectacular, el agua increíble. Me metí por primera vez en el agua europea, la del Adriático. Más adelante me metería en la del Mediterráneo, pero eso es otra anécdota.

Este grupo de españoles –junto con el otro grupo, los de Trsat– ayudaron a que el primer choque cultural con Europa fuera más ameno de lo que esperaba. Sin embargo, la información fue, en un principio, apabullante: ciudades, referencias, geografía, historia, gastronomía. Muchas diferencias. Muchos parecidos. En esa dualidad asoma una nueva forma de felicidad.

Nos fuimos de Krk por la noche, la isla de las consonantes. Dormí en el bus de vuelta. Cené con los italianos en Burger King. Creo que es la primera noche que dormí bien.