Hay nombres que resultan extraños para nosotros; o peor, carecen de significado. Siempre creí en el poder de los nombres, en la capacidad humana (semiótica) de percibir algo y asignar arbitrariamente una sucesión de sonidos para definirlo. Y también es interesante su potencia: podemos inventar tantos nombres como queramos.

No quiero hablar de esos nombres ahora. Quiero hablar de otro tipo, de los nombres propios, de aquellos nombres que pueden contener a una persona. Hay piezas mediales (películas, canciones, series, literatura) que operan sobre la fuerza de los nombres. Your name (2016), valga el título, es una de ellas. ¿Puede un nombre trascender las esferas del espacio y el tiempo? ¿Qué importancia tiene un simple nombre en la gran escala de las cosas? En el momento en el que los nombres empiezan a perder su significado, a desdibujarse, ¿qué pasa con las emociones?

Hay una realidad bastante concreta. Los nombres, en un primer momento, no significan nada. Así sucede con todas las cosas: el significado se construye, lo constituye la experiencia. Lo interesante es que los nombres propios, esos nombres que contienen a una persona –a una vida entera– solo pueden adquirir un sentido a partir del vínculo que construimos con ellas.

Entonces la ecuación cambia. El nombre gana o estalla de un sentido, que es no menos subjetivo. Y ese sentido es tan hermoso como el nombre: es la cifra de los sentimientos de lo que esa persona evoca en vos.