Algún lugar entre Padua y Bolonia, donde todo es verde y amarillo y naranja. Todo es de una maravilla otoñal. Y también es mío: el otoño me pertenece tanto como a cualquiera. Desde la ventana del bus puede observarse un campo llano, con poca vegetación. La mirada se pierde entre los matorrales. De pronto, una liebre o animal similar. Comienza la carrera. Se sabe muy bien que el animalito no podrá alcanzarme, pues estoy encerrado en un contenedor de movimiento constante y antinatural. No importa. La liebre da pelea, acelera el paso, y el sentimiento es de pura, genuina libertad. ¿Quién pudiera ser una liebre italiana, corriendo en los campos boloñeses? ¿Acaso existe algo más puro que ese espectáculo? La liebre se pierde de vista. Yo registro.

Una pausa, un corte. Seguimos. Bolonia por la noche es bellísima. La iluminación le da un corte contrastivo a la ciudad, instala una atmósfera imponente en las catedrales, basílicas, arcos y monumentos. Extiende sombras variadas en las múltiples paredes de piedra. Bolonia me rompe un poco el corazón, porque resuena en mí corazón: en la oscuridad, en las esquinas, en la gastronomía y en las chispas de vitalidad que se ven en los callejones. En Bolonia compré algunos libros para regalar. En Bolonia hicimos pasta por la noche para seis personas, y quedó muy bien. En Bolonia confirmé que hay gente muy interesante en este viaje, y que no todo se reduce a una o dos almas.

¿Cómo es la ciudad sin su iluminación artificial? ¿De qué manera el brillo natural del sol hace que Bolonia adquiere otro cariz? Hay que pensar en estas cosas. Ayer (no) estuvimos de acuerdo, sin ver el día, que Bolonia era más bello de noche. Es una sentencia infundada: tiene tanta verdad como vana esperanza, los sentimientos se mezclan un poco, se amalgaman. Es la reivindicación inconsciente de la experiencia directa.

Lo más interesante de una ciudad sucede al perderse, al abandonarse a uno mismo en los entreveros urbanos. El movimiento por instinto es esencial en una ciudad: habilita experiencias, y más importante, sensaciones nuevas. Bologna es una bella ciudad para perderse: una focaccia famosa, más de cuatro iglesias o basílicas, el solcito en el centro de la plaza central, un helado de chocolate y crema de pistacho, corridas entre la multitud, el frío seco, música callejera, arte clásico, una feria de segunda mano, dos o tres cafés. En las ciudades hay que perderse para conocerlas y conocerse.